La Reforma se lleva en el corazón!

Nota de opinión publicada en elcorreligionario.com

Es un nuevo aniversario, el centenario, del nacimiento del movimiento reformista universitario, lo que los reformistas estamos celebrando desde hace varias semanas, incluso meses. Un aniversario que nos genera el desafío de no permanecer como simples espectadores, de no festejar “los 100 de la Reforma” solo con actos protocolares ajenos a la militancia de base o con la simple inauguración de fríos monumentos y placas conmemorativas, sino más bien de festejar de forma activa, haciendo propio el sentimiento y la pasión de esos jóvenes cordobeses que transformaron a la educación universitaria en Argentina y el mundo. Es por eso que para darle un título a estas palabras hoy me atrevo a parafrasear a Ernesto Guevara, quién años atrás sentenció “la revolución no se tiene en los labios para vivir de ella, la revolución se lleva en el corazón para morir por ella”, una frase hermosa que podemos usar para interpretar a la reforma universitaria hoy.

En primer lugar, para entender a un movimiento de estas características siempre es un buen punto de partida la historia y, en este caso, la historia del reformismo tiene dos raíces, tal como sostiene un gran reformista a quien me gusta mencionar, como lo es Alejandro Cebey. La primera de ellas son las presidencias fundacionales que le dieron un fuerte impulso a la educación en estas latitudes con la creación de los Colegios Nacionales (Mitre) y de las Escuelas Normales (Sarmiento), como así también abrieron las puertas de nuestra naciente patria a la inmigración (Avellaneda). Obra que se concluyó con promulgación de las leyes 1420 de educación común, gratuita y obligatoria (en 1884), de creación del registro civil (año 1885) y de matrimonio civil (año 1888), que permitieron a nuestra nación dar sus primeros pasos para salir del colonialismo y comenzar a ingresar en la modernidad. La segunda de estas raíces está comprendida por la lucha de los hijos de los inmigrantes europeos que entre la última década del siglo XIX y la primera del siglo XX se alzaron en armas en defensa de sus derechos políticos, formando los primeros partidos modernos (entre los que se destaca la Unión Cívica Radical) y conquistando el voto masculino universal en 1912.

De estas raíces surge una generación de hombres (faltarían décadas para que la mujer comience su camino de liberación), nietos de los inmigrantes de Avellaneda e hijos de las revoluciones civiles de 1890, 1893 y 1905, que decidieron hacía 1918 que ya era hora de enfrentarse al oscurantismo y a las prácticas anacrónicas que reinaban en los claustros de las universidades argentinas, para transformarlos y para que en ellos ingrese la luz de las ciencias y del pensamiento crítico.

Bien sabido es que el legado de esos hombres fue una verdadera revolución que, como sucede con todas las cosas buenas que produce un país, se exportó exitosamente, en un movimiento que primero atravesó a los países hermanos de Perú (1919), Chile (1925) y Uruguay (1929), luego al resto de Latinoamérica y por último, hay quienes sostienen que su eco llegó hasta el Mayo Francés de 1968. Un movimiento que, a lo largo de su historia, se enfrentó a dictaduras y autoritarismos que quisieron censurarlo y eliminarlo, pero que pudo sobreponerse a las adversidades, crecer y expandirse hasta nuestros días. Y que desde sus entrañas vio nacer a grandes fuerzas políticas, como la Franja Morada (en 1967), y a un sinfín de dirigentes políticos cuyas vidas púbicas trascurrieron con suertes diversas.

Un movimiento que ha mutado también a lo largo de la historia y que a sus postulados iniciales, de cogobierno, ingreso irrestricto, libertad de cátedra y periodicidad de los cargos docentes, se le sumó el objetivo de brindar una enseñanza comprometida con nuestra realidad y con las problemáticas que nos atraviesan como sociedad, que no son pocas. Sobre todo atendiendo al escenario actual, en el cuál es una minoría la que logra atravesar las puertas de la Universidad.

Hoy en día vemos a grandes masas de nuestro pueblo imposibilitadas de acceder a la educación superior universitaria, ya no por factores religiosos o de elitismo como sucedía en 1918, sino por realidades socioeconómicas de desigualdad que deben ser cambiadas. Eso sumado a la gran brecha existente entre la educación secundaria (en franca decadencia desde la sanción de la ley federal de educación, la 24.195, en el año 1993) y la universidad, que genera deserción y exclusión de las aulas, y que le imposibilita a muchos jóvenes concluir sus estudios. Para que la reforma universitaria se transforme en una verdadera revolución educativa debemos asumir el compromiso de transformar, desde sus bases, nuestra realidad política, social, económica y cultural, combatiendo a la segregación y a la marginalidad, y haciendo que el Estado asuma la responsabilidad que posee como garante de la educación de excelencia para todos los habitantes de la nación. Porque cuando el acceso a la educación superior se limita, esta se torna un bien de mercado y no un derecho humano universal.

Los pueblos crecen y se desarrollan si tienen un sistema educativo fuerte y vinculado a las ciencias y al sistema productivo, por lo que debemos procurar que los saberes y el conocimiento lleguen a toda la sociedad, como así también garantizar las condiciones de permanencia y de bienestar estudiantil necesarias para ello. Para eso también es prioritario avanzar con la incorporación de las nuevas tecnologías y en la capacitación constante y permanente de los docentes, actualizar planes y programas de estudio, profundizar las políticas de cooperación entre universidades (nacionales y extranjeras) y jerarquizar el rol de nuestros investigadores (tanto en ciencias básicas como aplicadas). Es por esto que las universidades además de ser espacios para el desarrollo de las ciencias, de las tecnologías y de la innovación deben ser también instrumentos para generar soluciones a los problemas de nuestras sociedades, expresando así su compromiso social y su objetivo de brindar una vida digna para nuestro pueblo.

La investigación, la extensión y la formación de profesionales, en el grado y el posgrado, deben darse en un contexto transversalidad y de interdisciplinaridad. En un espacio donde se levanten las banderas de la lucha de las mujeres, de los colectivos LGBT, de los pueblos indígenas, de las masas trabajadoras y de todos los excluidos. Asimismo debemos repensar ciertos postulados reformistas tales como el cogobierno, la autonomía y la libertad de cátedra, la cual se ve amenazada por ciertos convenios colectivos firmados en años recientes con algunos gremios docentes que sostienen cuestiones tales como “concursos cerrados” y renovaciones automáticas de cargos, lo que pone en peligro la excelencia de la educación que nuestras casas de estudio deben brindar.

Con respecto al cogobierno es de destacar iniciativas y experiencias como las que se están viviendo en la Universidad Nacional de Cuyo y en la Universidad Nacional de Córdoba con las elecciones directas de rectores y decanos, experiencias que resignifican el rol y la capacidad de representación de las autoridades universitarias, y que son un paso adelante en lo que a calidad democrática se refiere. Por otro lado las universidades siguen encontrando en la autonomía un gran dilema, porque bien conocida por todos es la relación directa entre autonomía y recursos financieros, por lo que debemos preguntarnos qué tanta autonomía tienen nuestras casas de estudio si la misma va a depender de la financiación del Estado nacional, y de las características que le impriman los gobiernos de turno.

Soluciones a este dilema, que resuelvan los problemas presupuestarios y a su vez garanticen el no-arancelamiento de la educación superior, necesitan altas dosis de originalidad e innovación, o tal vez no… porque bueno es recordar y rememorar algunos proyectos de ley, tales como el que impulsaron hacía 1988 los entonces diputados Federico Storani y Jorge Vanossi, para que los graduados ayuden al sostenimiento de sus respectivas universidades, haciendo que parte del impuesto a las ganancias que tributan sea destinado directamente  a las casas de estudio, sin pasar por la DGI, complementando de esa forma las partidas que le son asignadas vía presupuesto nacional y permitiendo mayor autonomía e independencia de las universidades respecto de los gobiernos de turno y de los recurrentes vaivenes político-económicos que se posan sobre nuestro país.

Por último, es necesario que superemos la confusión que existe actualmente entre los conceptos de “gestión universitaria” y de “política universitaria”. Ya que desde los años 90’, con el inicio del desmantelamiento del Estado argentino, hemos asistido a una ausencia, o insuficiencia al menos, de políticas universitarias por parte de las autoridades y de los funcionarios de gobierno, que ha tenido como consecuencia que nuestras aulas y laboratorios ya no se encuentren a la vanguardia mundial como sucedía en otros momentos históricos (sobre todo en los períodos 1958/1966 y 1983/1987) sino que, muy por el contrario, nos hemos encontrado con una dirigencia que se ha limitado a la gestión de lo inmediato y de lo urgente, perdiendo de vista lo importante y olvidándose que nuestras universidades deben desarrollarse y trabajar pensando también en el largo plazo y en el futuro de nuestra nación.

Es por eso que cien años después de la gesta histórica de los jóvenes de Córdoba, la misma se encuentra sin concluir en muchas Universidades, por lo que no debemos transformar a la Reforma en palabras vacías y discursos sin sustancia, sino que debemos redoblar esfuerzos y trabajar todos los días para que en nuestras Casas de Estudios haya más educación de excelencia, más democracia y más compromiso social, porque la educación superior es un bien público social y un derecho humano universal que debe alcanzar a todo nuestro pueblo.

Ignacio Jacob. Presidente del Centro de Estudiantes de Derecho (CED)

y Vicepresidente de la Federación Universitaria de La Plata (FULP).

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