PRINCIPIOS DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO

Por | Martina Bonvini

 

Al hablar de principios que forman parte de un proceso, rápidamente se nos vienen a la mente aquellos que acompañan a todo proceso judicial: la garantía de defensa en juicio, la del juez natural, el derecho a ser oído. Todos son acertados, pero, si hablamos de una materia en particular o de un instituto específico como lo es el procedimiento administrativo, debemos tener en cuenta que se sumarán a nuestro desarrollo muchas garantías que nos ayudarán a transitarlo más debidamente.  

 Las mismas no son taxativas y muchas de ellas siquiera son explícitas, sino que se suman a las que encontramos en nuestra Constitución Nacional y en el art. 1 de la ley 19.549, las que no están incorporados al texto legal pero igual pueden desprenderse de estos, junto a otras que se hallan dispersas en la norma. 

 Es por eso que, al adentrarnos en las implicancias de un procedimiento administrativo, podemos decir que hay una suerte de importantes principios que formarán indefectiblemente parte del mismo. Si bien su enunciación varía siempre según el autor, toda la doctrina coincide en que será un “debido procedimiento administrativo” aquel que fortalezca la débil posición del particular frente a la gran figura de la administración.  

 Es en ese sentido, que en todo procedimiento que sea llevado a cabo por alguno de los tres poderes del estado, serán principios inquebrantables: 

La garantía de defensa en juicio es quien reina en la escala de garantías como algo propio de todo Estado de derecho, pues un poder que ejerce en el marco de la democracia no puede manifestarse sin previo aporte de debates en el desarrollo de sus actividades. La misma Corte Inglesa manifestó esto último en el famoso caso Dr. Bentley del año 1724 “hasta Dios mismo no sentenció a Adán antes de llamarlo a hacer su defensa”. 

Tan importante es esta garantía que hasta nuestra propia Constitución Nacional la recepta en su artículo 18, y, sostiene la CSJN “no debe transformarse en una mera ritualidad de citación de los litigantes”. Es por esta razón que incluso doctrinarios como Agustín Gordillo sostienen que debe entenderse como una herramienta de eficacia política. 

A su vez, la garantía de defensa en juicio es siempre relacionada por parte de la doctrina con el principio de debido procedimiento administrativo o debido proceso adjetivo, que se encuentra íntimamente vinculado a otras garantías como la de ser oído -antes de que sea dictado el acto o después de dictado mediante un recurso-, el derecho a la no necesariedad de patrocinio letrado, el derecho de producir y controlar la prueba -siempre que se la crea razonable-, el derecho a una decisión fundada, el derecho a la publicidad del procedimiento en los casos que así corresponda, etc.  

Otro principio fundamental es el de informalismo a favor del administrado, que no siempre fue entendido de la misma forma a lo largo de la historia, sino que en sus inicios era relacionado con la discrecionalidad técnica por parte de la administración con el fundamento de que esta “no debía seguir ninguna regla”. Por suerte este criterio cambió y, con fundamento en el Tribunal Supremo Español del año 1922, se consolidó la idea que sostiene que los reclamos efectuados en vía gubernativa no estaban sometidos a formalidades precisas, debiendo siempre interpretarse con espíritu de benignidad y tratando de seguir un lineamiento que no frustre los escasos remedios que los particulares poseían – y poseen actualmente- frente a la administración. 

Fue a partir de ese cambio de paradigma que este principio recobró tanta importancia y, en miras de generar un verdadero proceso entre iguales, el mismo propugna por uno que tenga formalidades mínimas y que genere una total ayuda al particular, siendo ese el motivo por el cual rige exclusivamente para el administrado pues lo importante es que se refleje siempre su voluntad.  

Si queremos observarlo en la práctica, podemos detenernos en la obligación de la administración de informarle al particular cuándo agotó la vía administrativa, qué recursos podría interponer, en qué plazos y, de confundirse el administrado sobre la denominación de lo interpuesto, debe el recurso aceptarse de todas maneras. 

Continuando con los principios del proceso administrativo, es menester hablar del de oficiosidad, que, si bien prevé como primera hipótesis el impulso de oficio del procedimiento por parte de la administración, genera dudas cuando, por ejemplo, determina que a diferencia del proceso civil, se prevé en este caso la caducidad de instancia cuando la paralización se debe a una causa imputable al administrado.  El mismo tiene su base y fundamentación en la búsqueda de la verdad jurídica objetiva, tratando de satisfacer con eficacia los intereses públicos que están en juego y siempre relacionándose con el interés colectivo. 

Se entiende que el rol del interesado es colaborar con la juricidad que se pretende concretar, y, si este tiene a su vez un interés privado, el principio se verá debilitado y por ende requerirá fuerza del particular para impulsar el procedimiento. Esto generará que, una vez que inicia un procedimiento, la administración deba impulsarlo hasta el dictado del acto, instruyendo y produciendo prueba para llegar a la verdad material señalada argumentos más arriba, sin importar si el particular probó o no. 

 ¿Cómo juega esta impulsión con la caducidad de las acciones?  

A veces se necesita que el particular haga algo, que demuestre voluntad, y es por eso que, aun habiéndoselo intimado, y entendiendo una falta de interés en el procedimiento, el mismo caduca, teniendo la posibilidad de volver a comenzarlo cuando él quiera. 

Una sentancia muy conocida que explica la consecuencia del desinterés del particular es el fallo Gorordo, donde la debida presentación de un recurso fuera de término y el consecuente estudio de la cuestión como denuncia de ilegitimidad, genera que se presente una acción judicial tendiente a tratar el tema en cuestión. Esto genera un arduo debate sobre los principios que fluyen sobre la órbita del procedimiento administrativo. Claramente se termina cuestionando la actitud negligente del particular por sobre los que no lo son, y por ende trazan una línea entre ellos y entre los derechos de unos y otros.  

 En este punto cabe reflexionar sobre los tres grandes principios hasta aquí mencionados y sobre la necesidad de contar, aun así, con la voluntad y diligencia necesarias en todo procedimiento. 

Mas allá de ser esta última la postura de la CSJN sobre el tema, hay quienes entienden que esto genera un gran interés en cuanto a la protección del derecho de defensa, la tutela judicial efectiva y la revisión judicial de los actos de la Administración.  

En este entendimiento, resulta interesante describir la posición de la Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal, definida en la causa “Vizzioli”, que, con anterioridad al dictado del fallo “Gorordo”, otorgaba una solución contraria a esta cuestión. 

En efecto, y según lo que allí se decidió, en aquellos casos en que la Administración da el trámite de una denuncia de ilegitimidad a un recurso presentado extemporáneamente, la decisión que resuelve en cuanto al fondo la pretensión constituye un nuevo pronunciamiento que, en tanto manifestación de la última voluntad del órgano de la Administración, no puede ser privado de efectos. Se trata, por cierto, de un acto administrativo al que el tribunal atribuye el efecto de agotar la instancia administrativa y habilitar la vía judicial, siempre que la demanda judicial sea interpuesta dentro del plazo de caducidad de 90 días hábiles judiciales -artículo 25 de la ley 19.549- contados desde el día hábil siguiente de notificado el acto en cuestión. 

Es por eso que hay quienes piensan que la perentoriedad y la fugacidad del plazo para la interposición del recurso jerárquico deben ser juzgadas sobre la base del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, pues creemos que las instituciones restrictivas del Derecho Administrativo deben revalorarse a partir de sus pautas protectorias. Ello no implica otra que cosa que considerar, en el marco del trámite de agotamiento de la vía administrativa, los derechos de los particulares al debido proceso, defensa y revisión judicial de los actos de la Administración a la luz de las prescripciones del derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Constitucional que lo recepta. 

El sustento al que se hace referencia son las garantías que surgen de los artículos 8 y 25 del Pacto de San José de Costa Rica sobre acceso a la justicia y al debido proceso, que determinan que toda persona tiene derecho a ser oída por un juez para la determinación de sus derechos y obligaciones. Cabe también mencionar los artículos 14 punto 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; XVIII de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; y 8 de la de la Declaración Universal de Derechos Humanos. 

Estos preceptos establecen el principio general de la tutela judicial efectiva -en el caso particular, el acceso irrestricto a la Justicia- y realzan y amplían el derecho de defensa de los particulares previsto en el artículo 18 de la Constitución Nacional y artículos 12, inc. 6, y 13, inc. 3, de la Constitución local, debiendo descartar y suprimir, por irrazonables y arbitrarios, los obstáculos de forma que pudieran establecer las normas que reglamentan la prescripción constitucional. 

 A partir de todo esto, y a modo de conclusión, puede vislumbrarse como el principio de oficiosidad y la pregunta que constantemente nos hacemos sobre qué pasa entonces con la interposición de recursos frente a un no cumplimiento de este último, nos lleva a confirmar que, con la ausencia de esta garantía decaen los principios más importantes: el debido proceso y la garantía de defensa en juicio.  

 

 

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